(Por Enrique
Javier Diez Gutiérrez, profesor de la Facultad de Educación de la Universidad
de León, España. Sinpermiso,
Barcelona, lunes 27 de marzo de 2017)- La gestión neoliberal de nuestra
Educación Superior está convirtiendo las universidades públicas en empresas,
como constatan investigadores de prestigio como Noam Chomsky.
El personal
docente e investigador (PDI) se vincula cada vez más con las universidades con
fórmulas contractuales caracterizadas por la precariedad y por la temporalidad.
La contratación de “profesores y profesoras asociados” y de figuras cada vez
más temporales, precarias y con derechos cada vez más recortados, a fin de reducir
costes laborales e incrementar el servilismo laboral, es parte del asalto
neoliberal general a los servicios públicos, a los bienes comunes, a los
denominados “procomunes”.
La Ley
Orgánica de Universidades de 2000 (LOU) creó seis modalidades de contratación
de carácter temporal. A lo que habría que añadir el profesorado visitante, los
y las investigadoras Ramón y Cajal, o Juan de la Cierva, así como las y los
técnicos de investigación y el profesorado asociado. Esta última figura, por su
bajo coste, por ser los que más carga docente tienen, y por su carácter
contingente, ha animado a utilizar profusamente esta figura en las
Universidades. Se les despide cada semestre, para no pagarles las vacaciones.
La conjunción entre asociados y becarios de investigación, evidencia que buena
parte de la docencia universitaria está en manos del profesorado peor pagado de
todo el sistema educativo.
Este modelo
neoliberal pretende un sistema dual de profesorado, como en su reflejo
empresarial: una “élite” investigadora y docente de “fichajes estrella” con
contratos blindados y una mayoría de profesorado en condiciones precarias,
temporales y dependientes de continuas renovaciones de sus superiores, mal
pagados y trabajando “a destajo”, con graves dificultades para mantener una
cierta “libertad de cátedra” e independencia académica.
A esa élite
hay que añadir la proliferación de otra “élite de ejecutivos” que florecen en
este modelo de negocio empresarial universitario. Gerentes, cargos
administrativos y burocráticos, y empresas asociadas de gestión, se convierten
en imprescindibles si tienes que controlar a la gente: una suerte de
despilfarro económico, pero útil para el control. En los últimos años se ha
registrado un aumento drástico en nuestras universidades de estos “profesionales”
de la gerencia y los cargos burocráticos, más que bien pagados y “afines” a
quien los contrata.
No obstante,
la fe de los fanáticos talibanes en el credo neoliberal es inquebrantable.
Cuando Alan Greenspan, economista norteamericano conocido por haber sido
presidente de la Reserva Federal de EE. UU., testificó ante el Congreso en 1997
sobre este modelo económico, explicó que una de las bases de su éxito era que
estaba imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los trabajadores”.
Según esta ideología, si la clase trabajadora está insegura no exigirá aumentos
salariales, no irá a la huelga, no reclamará derechos sociales. Y eso es lo
óptimo para la salud económica de las grandes empresas. En su día, a todo el
mundo le debió parecer razonable el argumento de Greenspan, a juzgar por la
falta de reacciones y los aplausos registrados, recuerda Chomsky.
Eso es lo
que se ha transferido a las universidades. Conseguir una mayor “inseguridad” de
los profesionales que en ellas trabajan manteniéndoles pendientes de un hilo
que puede cortarse en cualquier momento, de manera que mejor que sean dóciles,
acepten salarios ínfimos y trabajen a destajo. Esa es la manera como se
consiguen universidades “eficientes” desde el punto de vista de la ideología
empresarial. Y en la medida en que las universidades avanzan por la vía de un
modelo de negocio empresarial, la precariedad es exactamente lo que se impone.
Los efectos
de esta lógica neoliberal individualizada, precarizada y competitiva, que fija
retribuciones, dedicación y prestigio en función de los resultados, supone un
aumento de la presión y del estrés laboral, del ritmo de trabajo. Se perciben
con mayor claridad cuando afectan a colectivos precarios de docentes e
investigadores porque los hace responsables no sólo de su competencia
profesional (de su nivel de reconocimiento) sino de mantener (o de conseguir en
un horizonte incierto) el propio puesto de trabajo, responsable de su potencial
empleabilidad. En estos colectivos la desregulación laboral se traduce en
exigencias de flexibilidad y en mayor precariedad. A la flexibilidad temporal
(inestabilidad de contratos, dependencia de las subvenciones variables) hay que
añadir la flexibilidad horaria (disponibilidad más allá de lo estipulado) y la
flexibilidad funcional (polivalencia y tensión formativa correlativa a los
posibles cambios en los requisitos de las distintas instancias evaluadoras).
Estas nuevas reglas del juego laboral tienen también como efecto perverso una
despolitización del profesorado y una casi exclusiva dedicación a aquello que
se considera clave en el reconocimiento académico de méritos, centrándose
únicamente lo que permite superar pruebas de rendimiento, tener visibilidad y
reconocimiento institucional.
Las
políticas públicas de gobiernos conservadores, neoliberales y socialdemócratas
han promovido y están incentivando que nuestras universidades públicas se
orienten hacia este modelo de gestión empresarial, donde parece que lo que
importa es mantener los costos bajos y asegurarse de que el personal contratado
es dócil y obediente.
La idea es
transferir la mayor parte de la docencia a trabajadores precarios, lo que
mejora la disciplina y el control. Los costos, claro está, los pagan los
estudiantes y quienes se ven obligados a desempeñar esos puestos de trabajo
precarios. Pero es un rasgo típico de una sociedad dirigida por la mentalidad
empresarial transferir los costos a la gente. La universidad impone costos a
los estudiantes y a un personal docente que, además de dificultar gravemente su
carrera académica, se le mantiene en una condición que garantiza un porvenir
sin seguridad. Todo eso resulta perfectamente natural en los modelos de negocio
empresariales. Es nefasto para la educación, pero está claro que su objetivo no
es la educación.
Es
sorprendente que el dogma neoliberal sea incapaz de comprender que la
Universidad debe ser una institución democrática, en la que la comunidad
universitaria (profesorado, estudiantes, personal no docente) debe participar
en la determinación de la naturaleza de la institución y de su funcionamiento.
Esto no es ninguna propuesta ni siquiera progresista o de izquierda, por
cierto. Procede directamente del liberalismo clásico de sus fundadores, como
John Stuart Mill, que daba por descontado que los puestos de trabajo tenían que
ser gestionados y controlados por la gente que trabajaba en ellos: eso es
libertad y democracia.
Es la
comunidad universitaria y sus docentes quienes tienen que establecer qué van a
enseñar, cuál será el programa, cómo se va a desarrollar las investigaciones y
cómo compartirlas y colaborar en ellas. En un sistema representativo, necesitas
tener a alguien haciendo labores administrativas, pero tiene que poder ser
revocable, sometido como está al servicio de los componentes y la institución
que administra.
Es bueno
para las personas, para la sociedad e incluso para la economía el que la gente
sea creativa e independiente y libre. Todo el mundo sale ganando de que la
gente sea capaz de participar, de controlar sus destinos, de trabajar con
otros: puede que eso no maximice los beneficios económicos inmediatos ni la
dominación de unos pocos sobre otros, pero, como plantea Chomsky también, ¿por
qué tendríamos que preocuparnos de esos “valores”?
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