martes, 14 de julio de 2015

Amonestaciones

Antes, las amonestaciones se informaban mediante el famoso “parte” que zumbaba rumbo a la notificación y firma de los progenitores en el momento mismo de acaecido el descalabro. Por lo común eran cinco o diez y, aunque nunca supo dónde, está seguro de que su vieja en algún lado anotaba cuántas llevaba acumuladas, porque dos por tres medio amargada le decía: “mirá que ya tenés quince...”, como si fuera el ángel de la guarda que se esforzaba por separarlo del abismo malsano que llegaba con las veinticinco. Otro tanto hacía con las faltas.


Cuando le tocaban, sabía de memoria que iba a haber bronca en la casa, de modo que ni bien el preceptor le entregaba el papelito parecido a una factura comercial, lo mandaba al hermano menor para que llegara primero con la mala nueva. Él daba una vuelta y se arrimaba unos veinte minutos más tarde, cuando calculaba que el herbor había bajado. Comía, entonces, con la cabeza agachada, como si sufriera o consumara algún tipo de ejercicio religioso de expiación, sin decir palabra. Después su mamá repetía la operación ablandando al padre y él repetía el ritual a la hora de la cena.

Dos días más tarde ya nadie se acordaba, y por fortuna nunca le tocó cantar las veinticinco, como quien se saca la lotería de la desgracia.

Siempre pensó que en aquel tiempo de su infancia el castigo era mayor y más justo, y que sus hijos tienen una suerte descomunal de ir al colegio en esta época; pero ya no está tan seguro. Ahora la norma es la convocatoria urgente de los adultos cuando las metidas de pata se multiplican o dejan una huella demasiado grande.

Mientras espera por la directora sentado en el banco de madera oscura, concluye que aquel trámite disciplinario del papelito era mucho más rápido, indoloro y expeditivo.


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