Un par
de estudiantes le pidió la semana pasada si podía dedicar parte de una clase a
explicarles qué es eso del Ejército Islámico. Él los había alentado a que consideraran
la materia como un territorio abierto para tratar cuestiones de la actualidad, aquellos
temas que verdaderamente les interesaran, pero una vez planteada la inquietud
le da miedo que el punto en cuestión desbarranque hacia el comentario de
morbosas decapitaciones en video y malos asuntos por el estilo.
De
pronto, en una página del diario de hoy, se topa con una perspectiva absolutamente
diferente y mucho más sustanciosa para debatir el punto. Ocurre que, según
reportó el diario The Financial Times
y reproducen los periódicos nacionales, Muhammad Jibril Abdul Rahman, también
conocido como el Príncipe de la Yihad, contrató los avisos de Google para su
página Arrahmah.com, plataforma desde la que se regodea proyectando al mundo
las ejecuciones periódicas bárbaras de todos esos infieles que levantan el dedo
o la palabra contra el fundamentalismo islámico.
Al
parecer este indonesio, a quien además se acusa de financiar los atentados
suicidas de 2009 en Yakarta, obtuvo gracias a Google miles de dólares en
ingresos publicitarios. También recaudó buen dinero gracias a otros
anunciantes, como Microsoft, IBM y Citigroup, tres de las multinacionales con
avisos en la página que ahora se ven envueltas por un escándalo de relaciones
públicas. Aunque las que quedaron peor paradas probablemente hayan sido la
mencionada Google y AdSense, su servicio de publicidad. La automatización de
AdSense, que le ha permitido a Google una posición dominante en el mercado
publicitario de Internet, con un costo mínimo de personal, e hizo llover sobre Rahman
maná verde.
No hay
ninguna evidencia, al menos por ahora, de que los anunciantes tuvieran
conocimiento del lugar que transitaban sus avisos. De otra manera, en Estados
Unidos se enfrentarían a multas millonarias en dólares o penas de hasta 20 años
de cárcel.
Publicidad
a los costados de filmes de lapidaciones y cuellos cortados malamente. Cosas
del capitalismo seductor que ni siquiera los más ortodoxos pueden resistir.
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