Se
anima y saca el envase de papel plastificado con su contenido diminuto. Abre
con cuidado y vierte sobre la mesa de fórmica su contenido. Lo inspecciona con
la punta de los ojos y después lo toca, primero con un dedo, después otro.
Recorre la superficie rugosa cubierta por una curiosa e inhabitual capa de
color marrón caca. Se trata de una suerte de pinceladas de dulce de leche,
desprolijas, como si el producto estuviera a medio terminar y le faltara
todavía el revoque fino. La cobertura de dulce, supone, es un engañapichanga para que los más chicos
no se quejen y simulen que están engullendo la golosina más rica.
Finalmente
y sin pensarlo más se manda al buche la barra de cereal. Esas cosas del hambre
y la ansiedad.
Se
la obsequió ayer a la tarde su nieta al regreso del preescolar. Le contó que
había tomado yogur durante la merienda y esto, le dijo, alargando su mano con el
rectágulo alargado de cereal de apellido desconocido. “Tomá”, insistió
sonriente, “te la regalo. A mí no me gusta. Es una porquería.” Y tenía razón,
por supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario