El problema son las rodillas. Vaya uno a saber por qué, las explicaciones
del caso deberán darlas los expertos en biología o anatomía humana, pero él
tuvo la certificación cuando hace unos cuantos años atrás se bajó por primera
vez, a eso de las seis y media, en la Terminal de Ómnibus de la ciudad de Santa
Rosa en pleno invierno.
Arriba del micro el calor era insoportable. Le costó dormir porque sentía
que debajo de su asiento ocurría algo, vaya uno a saber qué, pero que cocinaba
su cuerpo, casi al punto del arrebato. Se apuró, por lo tanto, a descender lo
antes posible. Y la verdad fue que el frío que sentía no era mucho mientras
caminaba las cuatro cuadras que lo separaban del residencial, donde dejaría sus
pertenencias y podría pegarse un duchazo antes de seguir rumbo a la facultad.
De pronto, aquella mañana notó que sus rodillas temblaban. Era como si
ellas estuvieran procesando la temperatura real y se adelantaran a comunicarla
al resto de los órganos y extremidades. Aunque no quedaba claro qué tipo de
relación existía entre unas y otros porque a poco andar las rodillas se le sacudían
cada vez más frenéticamente, como si se tratara de una provincia dispuesta a
luchar a como sea por su independencia. Recuerda que hasta le dio vergüenza el
suponer que todos eran espectadores de la batalla con su propio cuerpo de modo
que apretó el camperón y apuró el paso hasta el hotel.
Ahora la facultad está sin caldera y él está allí sentado hace un hora
esperando que los estudiantes completen sus parciales. El frío se las arregla
para subir desde el piso y apoderarse de a poco de dedos, tobillos y pies como
un alien imbatible. Intenta conjurarlo zapateando alguna melodía inventada
contra las baldosas. Cree tener la situación bajo control cuando empieza el
tembleque en las rodillas. A medida que los sacudimientos aumentan, se apodera
de su cuerpo aquel miedo ya conocido, ancestral.
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