En la facultad parecen haberse olvidado de que ya casi llegó el invierno, y
que -sobre todo en el arranque del día y hacia la noche- el frío se ve
multiplicado por el cemento y las dimensiones de las aulas.
Así que ahora él está allí, sentado hace una hora esperando que los
estudiantes completen sus parciales. El frío se las arregla para subir desde el
piso y apoderarse de a poco de dedos, tobillos y pies como un parásito imparable.
Intenta conjurarlo zapateando alguna melodía inventada contra las baldosas.
Cree tener la situación bajo control cuando empieza el tembleque en las
rodillas. A medida que los sacudimientos aumentan, se van apoderando de la
totalidad de su cuerpo.
Se miran unos a otros. Los alumnos cada tanto hacen una suerte de gimnasia extraña
con las lapiceras tratando de calentarse las manos. Otros han preferido no
sacarse los guantes de lana, lo que hace presagiar los padecimientos que el
docente va a tener que atravesar para dar cuenta de la letra enmarañada.
De la treintena cada tanto asoma una chica o un muchacho que, buscando ganar
algo de comodidad, se levanta para acomodarse mejor la campera espesa, la
bufanda, los gorritos. Algunos lo intentan así nomás, sentados; parecen
entrenados contorsionistas lidiando para desatar el nudo de las ropas.
Como las clases anteriores no demostraron haberse esmerado mucho en el
estudio de los artículos indicados, el profesor había dejado entrever que la
prueba escrita sería impiadosa. Pero ahora siente que esta vez el frío, no el
calor, le ha ablandado el corazón. Entonces mira el reloj y les dice:
“Concéntrense en las primeras tres, pueden dejar las dos últimas preguntas sin
contestar…”.
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