(Por José Manuel Rambla.
Otramérica)- El deporte es uno de
esos raros fenómenos sociales capaces de desatar las más intensas pasiones. Por
ello, no es extraño que el actual capitalismo postindustrial y especulativo lo
haya convertido en pieza clave para ese modelo de desarrollismo de los grandes
eventos que ha ido promoviendo en las últimas décadas a golpe de Expos,
Cumbres, afamadas regatas o competiciones de Fórmula 1. Y por encima de todos,
convertidos en el más luminoso objeto del deseo, las Olimpiadas y los Mundiales
de fútbol. Las más diferentes ciudades de todo el mundo pugnan por convertirse
en sede de estos macroeventos que presentarán a sus respectivas ciudadanías
como la gran oportunidad para proyectarse internacionalmente, remodelar su
urbanismo y dinamizar sus economías.
Negocios y deporte se
fusionan así para desatar un tsunami de
emociones en el que los números de la contabilidad son tanto o más asombrosos
que las gestas de los atletas. Un tsunami que con su elección para la organización
del Mundial de Fútbol en 2014 y las Olimpiadas en Rio para 2016, viene azotando
a un Brasil que ve ambas fechas como la reválida definitiva a su entrada en el
selecto club de los ricos. Las cifras previstas parecen justificar por sí solas
las ilusiones. Según un estudio
realizado por la consultora Ernest & Young
en colaboración con la Fundación Getúlio Vargas, la organización de la Copa implicará para
Brasil un gasto de unos 29.600 millones de reales (11.000 millones de euros),
una cantidad compensada por 3,6 millones de empleos anuales por los
preparativos, que a su vez distribuirán una renta entre la población de 63.480
millones de reales (24.100 millones de euros), además de generar una
recaudación tributaria adicional de 18.130 millones (6.886 millones de euros).
Así mismo, se espera un incremento del flujo turístico del 74%
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