En la primera reunión
no entraban en el aula. Los profesores de Historia, Geografía y Educación
Cívica se sintieron conmovidos y afectados por la información y postergaron
actividades laborales, la llegada a casa temprano, el cine o vaya uno a saber
qué para acercarse hasta el lugar de la cita colectiva. La gente del gremio la
organizó pero no mucho. Uno o dos oradores se limitaron a preguntar si ya
conocían los avances de la Nueva Escuela Secundaria porteña, sus diversas
orientaciones, las respectivas cargas horarias y los recortes que las mismas
suponían para el área de las ciencias sociales, y tras cartón acercarron los
datos básicos.
Hubo mucha y buena discusión;
alguno dijo que esto iba a ser peor que la reforma menemista, otro ironizó acerca
de que los profesores de historia iban a terminar dando Packaging uno, en fin:
mil voces.
Quedaron en un nuevo
encuentro para la semana siguiente, y esta vez la concurrencia había mermado
notablemente. Eran apenas diez y se miraban las caras unos a los otros sin
animarse a seguir adelante. El tema de la conversación -bien distinto al
planificado originalmente- terminó siendo la respuesta a la pregunta: por qué
vinieron tan pocos docentes. Una profesora, curtida por los sinsabores de la
vida sindical, sonrió, trato de que no se propagara el desaliento y dijo que
seguramente por ahora todos confían en que serán reubicados, es decir que no
perderán horas de clase según reza el compromiso oficial. Hay que seguir
adelante y armarse de paciencia, fue su conclusión.
Las dos chicas más
jóvenes, que habían dedicado unas cuantas horas a redactar un documento a
manera de síntesis y ordenamiento de los principales puntos de vista que se
habían debatido la vez anterior, prefirieron dedicarse a filosofar sobre el
entusiasmo. Tristes, intentaron capturar con sus palabras el carácter esquivo
de esa particular naturaleza del espíritu humano.
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