(Por Claudia Romero, profesora
e investigadora del Área de Educación de la Universidad Di Tella. Clarín, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
jueves 7 de mayo de 2020)- Está agobiada pero, por alguna inescrutable razón,
mantiene la sonrisa. Vive en el Moreno rural, conurbano bonaerense profundo,
donde abunda la escasez. Es empleada doméstica, tiene 33 años y cuatro hijos
que van a la escuela pública; tres a la secundaria y uno, Santi, a tercero de
primaria. Desde que comenzó la cuarentena no trabaja y, entre los malabares
para sobrevivir, se ocupa de las tareas escolares de sus hijos. Con dificultad,
porque sólo terminó la primaria.
Le dan muchas tareas a
Santi. Es así: lunes y jueves la maestra envía actividades por whatsapp, las
copian en el cuaderno, Santi las hace, le sacan una foto al cuaderno y la
mandan por whastapp. A veces la maestra pregunta cómo van y si van lento,
espera y no manda más tarea. Encontraron un ritmo y eso es importante, porque
esta escolarización, aunque mediada por la tecnología, funciona con tracción a
sangre.
Hay cosas que le
cuestan más. No entiende el método de Santi para sumar. Yo hago cuentas con los
números uno debajo del otro, dice, y a él se las hacen hacer en fila. Otra es
Inglés, le mandaron que dibuje y escriba las partes del cuerpo humano en
inglés. Tuvimos que buscarlas en Google, explica.
Paga 800 pesos por semana
para tener internet en el celular, así los cuatro hijos pueden estar
conectados. No hay otra, dice, los mayores hacen todas las tareas por Google
Classroom y, sin conexión, se quedan afuera. La primera semana de cuarentena en
las escuelas repartieron alimentos, los del secundario recibieron cartones de
leche, galletitas y mate cocido. A Santi le dieron arroz, fideos y latas de
tomate. Pero después de la primera semana, nunca más. Como el mercado está
lejos tiene que comprar en el almacén cerca de su casa. Es más caro, la plata
no le alcanza. Ella tiene miedo de quedarse sin trabajo.
El Ministerio de
Educación nacional, a través de su viceministra, explicó que “el virus infectó
a sociedades enfermas de neoliberalismo y que está transcurriendo una
experiencia pedagógica enorme que hay que saber incorporarla al futuro”. La
mamá de Santi necesitaría algo, digamos, más concreto; conseguir alcohol para
desinfectarse las manos, que entreguen la comida del comedor escolar y que los
datos del celular sean gratis o con descuento, mientras las escuelas estén
cerradas.
Ella tiene un sueño. Su
utopía post pandemia no postula la transformación moral de la especie humana.
Sueña con que su hijo mayor termine este año la secundaria y empiece la carrera
el año que viene. Quiere ser profesor de Educación Física.
En Argentina, desde
hace 8 semanas, 11 millones de estudiantes atraviesan la “escolarización en
casa”. Más de la mitad viven en hogares pobres con limitado capital cultural.
El 40% del país no tiene Internet fijo.
Y poco más de un tercio
de los niños acceden a dispositivos y conexiones de calidad para actividades
educativas sincrónicas, según el último informe del Observatorio Argentinos por
la Educación. Sin embargo, la continuidad pedagógica propuesta por las escuelas
se basó en dos supuestos: habría adultos disponible con habilidades para acompañar
el aprendizaje y conectividad en el hogar. Ambos supuestos son regresivos y
refuerzan el “efecto cuna”, por el cual las oportunidades y los logros de
aprendizaje dependen principalmente de las condiciones socioeconómicas y
culturales de las familias. Por eso, la pandemia afecta de manera
desproporcionada a los más vulnerables y profundizará la desigualdad educativa.
El sistema de salud, luego del titubeo inicial, organizó un plan para afrontar
la pandemia. Se tomó tiempo para reunir expertos, establecer protocolos,
capacitar y adquirir insumos. Veremos si resulta. El sistema educativo no lo
hizo. Al día siguiente del anuncio de suspensión de clases presenciales bajo el
slogan “la educación no entra en cuarentena”, las provincias y sus escuelas
debieron salir a sostener el ciclo lectivo como pudieron, con las desigualdades
de siempre.
Sin poder garantizar
las condiciones básicas para esta escolarización, entre ellas el acceso a la
conectividad requerida para todos los estudiantes y docentes. Con el tiempo, y
corriendo de atrás, aparecieron algunas herramientas oficiales: plataformas,
cuadernillos, material audiovisual. Pero no todas las escuelas las usan. Muchos
estudiantes han quedado absolutamente desvinculados y es posible que no
vuelvan.
Ahora el Ministerio
dice que actuó de manera “rápida y efectiva” y que llegó el tiempo de evaluar
el esfuerzo de familias y estudiantes. Antes de evaluar a Santi y a su mamá,
convendría evaluar si las acciones desplegadas fueron pertinentes y, de verdad,
efectivas. ¿Cómo rendirá cuentas la política?
Todavía se pueden
corregir errores, pero es urgente planificar el día después. Para la etapa de
“nueva normalidad escolar” no vale volver a improvisar, hay que anticipar las
acciones para compensar y acelerar aprendizajes que no estén asegurados y
fortalecer los mecanismos de reparación del daño social. Si esto no ocurre,
hasta los sueños más modestos de las madres más abnegadas, como la de Santi,
quedarán truncos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario