Porque
está claro que de los progenitores se espera otra cosa, ¿no? Una actitud
adulta, responsable, no un gesto que vaya uno a saber qué consecuencias puede
traer el día de mañana… Lo cierto es que hace un rato nomás cantaba feliz una
de Sumo cuando el preceptor les pidió que se agruparan un segundo en el patio
y, antes de que enfilaran hacia la puerta de salida, fue repartiendo los
boletines. Él se quedó parado allí, con el rectángulo de cartón en la mano. Por
dos motivos. El primero es que descontaba que tenía unas cuantas materias bajas
pero no sabía que tantas, y encima con esa destacable seguidilla de aplazos. El
segundo, más realista, es que esperaba que las calificaciones recién las
repartieran martes o miércoles, así podía pasar el fin de semana en paz. Encima
justo pasó el rector y enfatizó con voz gruesa y alta que: “No se olviden de
traerlos firmados el lunes mismo, ¿estamos?”... En fin.
Vuelve,
pues, a su casa; con la garganta seca, imaginando excusas, caminando en cámara
lenta, como si intentara detener el tiempo y con ello postergar lo inevitable.
Es bien consciente de que la embarró. ¿Cuánto tiempo tardarán sus viejos en
empezar a mirarlo con ojos de fuego? ¿Veinte, treinta segundos, y después la
repetida promesa del apocalipsis por venir? Pero, bueno, eso que tiraron al
final del primer trimestre de que me vaya olvidando de las vacaciones no puede
haber sido de verdad. Debe haber sido una exageración, cosa del momento, se
repite mientras alza los ojos al cielo.
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