Cuando
preguntó en tesorería la contadora le dio como primera respuesta una sonrisa
amarga y después le confirmó que sí, que era eso, el infierno tan temido. Con
una mueca parecida compartieron la mala nueva sus colegas en la sala de
profesores que por ahora vienen zafando de la plaga. La última en darle las
condolencias fue la de Geografía, que con cariño le palmeó la espalda como si
le diera el pésame.
El mal
en cuestión es el impuesto a las ganancias aplicado al salario. A ella siempre
la había parecido que la vara estaba allá, bien alta, que rozaba el pelo y el
salto de los otros, y por lo tanto vivió su vida desentendida de la cuestión. Pero
bastaron un par de años inflacionarios, la suma de más horas para darle de
comer al bebé en camino, el ascenso a jefa de departamento que le sumo un plus
y voilá, de golpe sintió cómo su cabeza se aplastaba dolorosamente contra el
techo.
La magia
mala del asunto que no alcanza a explicarse es que a partir de este mes de
abril gana más pero gana menos. Una locura, ¿no?
De modo
que ahora hace su duelo así, callada, ausente. Con la taza de mate cocido tibio
en una mano y el recibo de sueldo que cuelga enredado entre los dedos de la
otra. Quieta, los ojos perdidos en un punto de la pared que alguna vez habrá
dejado alguna mosca de mierda pegajosa. Pero, vamos, se dice para adentro, que llorar
no arregla nada, deben ser cosas del crecimiento.
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