Se
sabe lo ocurrido con los llamados oficialmente “productos
de la canasta escolar”. Para sacar las conclusiones
del caso no se necesita atender a ningún
sesudo artículo especializado en economía sino
darse una vuelta por las librerías del barrio o las góndolas
respectivas del supermercado y ver hasta dónde
uno puede comprar.
Obviamente
los productos importados -o sea, no los mejores sino los que deberían ser
de uso normal y obligado para no empujar a un pobre chico a la desesperación
manipulatoria- saltaron hasta las nubes.
Las Faber-Castell se vieron reemplazadas por unas lapiceras de colores aguachentos,
que parecen toser cada vez que se deslizan y que se agotan exhaustas después de
un par de usadas, o se
secan ni bien uno se olvida un rato de colocar el capuchón. Qué decir
de los lápices a los que resulta imposible sacar punta dadas
las fracturas múltiples de sus minas, o las
mochilas de plástico que apenas superan en grosor y tenacidad a
las bolsas que en chino desde hace un tiempo te cobran veinticinco centavos.
Pero
todo eso son puras conjeturas, meras abstracciones. La vida transcurre ahora, cuando
advierte la mancha de tinta azul sobre su apellido, ése que
junto al nombre tiene que depositar en la esquina superior derecha de la hoja
de carpeta número 3, antes de entregar el examen a la
profesora exigente. Entonces cierra los ojos, levanta la goma de borrar con
miedo y que sea lo que dios quiera.
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