domingo, 8 de junio de 2014

Canasta escolar de emergencia

Se sabe lo ocurrido con los llamados oficialmente productos de la canasta escolar. Para sacar las conclusiones del caso no se necesita atender a ningún sesudo artículo especializado en economía sino darse una vuelta por las librerías del barrio o las góndolas respectivas del supermercado y ver hasta dónde uno puede comprar.

Obviamente los productos importados -o sea, no los mejores sino los que deberían ser de uso normal y obligado para no empujar a un pobre chico a la desesperación manipulatoria-  saltaron hasta las nubes. Las Faber-Castell se vieron reemplazadas por unas lapiceras de colores aguachentos, que parecen toser cada vez que se deslizan y que se agotan exhaustas después de un par de usadas, o se secan ni bien uno se olvida un rato de colocar el capuchón. Qué decir de los lápices a los que resulta imposible sacar punta dadas las fracturas múltiples de sus minas, o las mochilas de plástico que apenas superan en grosor y tenacidad a las bolsas que en chino desde hace un tiempo te cobran veinticinco centavos.

Pero todo eso son puras conjeturas, meras abstracciones. La vida transcurre ahora, cuando advierte la mancha de tinta azul sobre su apellido, ése que junto al nombre tiene que depositar en la esquina superior derecha de la hoja de carpeta número 3, antes de entregar el examen a la profesora exigente. Entonces cierra los ojos, levanta la goma de borrar con miedo y que sea lo que dios quiera.


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