Sus
alumnos al principio se muestran sorprendidos, acostumbrados a introducciones y
protocolos no entienden muy bien en razón de qué dice lo que está diciendo.
Pero de a poco le van encontrando sentido y gusto, y siguen lo que cuenta cada
vez con mayor atención. Sobre todo cuando se detiene a analizar los adjetivos
que escribe en el pizarrón -a la vez muchos, pero pocos, reunidos por algunas
flechas de tiza con puros lugares comunes- con que los periodistas de los
medios comerciales maltratan a los estudiantes secundarios y universitarios que
ocupan los lugares donde a diario cursan.
Debe
haber sido la sobredosis del noticiero televisivo de anoche lo que lo puso del
peor humor mientras cenaba. La catarata de supuestos análisis que siempre
terminan con precisiones acerca de la naturaleza humana, una simplificada
escala biológica en la cual a los estudiantes que se movilizan siempre les cabe
la calificación de “violentos”. Así que hoy entró en la clase y sin que mediara
palabra o explicación se lanzó a hablar. Finalmente se espera de él, al menos
así lo dice el sistema y la institución, que forme en términos de la
convivencia ciudadana a los alumnos que el azar puso en su aula, ¿no?
En
fin, dice al final, casi como una moraleja, la verdad es que ya estoy podrido
de escuchar tanto discurso que habla de manera generalizada y en abstracto de
la solidaridad, la inclusión y la tolerancia, y a continuación se dedica a
precisar bien, señalando con el dedo, quienes son los bárbaros, los apestados a
quienes conviene no frecuentar; esas manzanas podridas.
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