El castigo y la intimidación de las personas críticas contra el genocidio en Gaza va más allá de los campus. La represión de acampadas estudiantiles forma parte de ese horizonte tenebroso al que la libertad de expresión se enfrenta hoy en diversas democracias occidentales a medida que la guerra se aproxima a sus fronteras o intereses geopolíticos más inmediatos. Por mencionar solo dos casos recientes cubiertos por Sin Permiso, recuérdense las acciones en Alemania contra Yannis Varoufakis y la prohibición del Congreso sobre Palestina, o la reciente experiencia de Ilan Pappé en los Estados Unidos. Francia tampoco ha escapado a la práctica censora que asocia toda solidaridad con Palestina con antisemitismo y apología del terrorismo (véase el caso de Rima Hassan). A estos ejemplos hay que añadir otros de alcance global, como el borrado automatizado de contenido propalestino en Facebook e Instagram, en ocasiones a petición directa de Israel (un lugar en el que las libertades expresivas también están en horas bajas desde los ataques de Hamás en octubre).
¿Dónde están los nostálgicos de la libertad de expresión?
Quienes hayan seguido mínimamente la actualidad de la libertad de expresión sabrán que sus más vigorosos defensores durante la última década han prestado gran atención a “nuevas” formas de represióndel pensamiento y la palabra; “nuevas” en el sentido diferentes de la clásica censura estatal: la “cultura de la cancelación”, la “corrección política”, los linchamientos en redes sociales, el dogmatismo dentro de movimientos sociales… El progresismo “woke” de los estudiantes universitarios (especialmente en los Estados Unidos), ha estado casi siempre en el centro de esas polémicas. Por ello, las reivindicaciones de libertad de expresión en los campus estadounidenses se acabaron convirtiendo en una seña de identidad de quienes critican los supuestos excesos de una izquierda política que se habría vuelto tribal, intransigente, anti-ilustrada… Es importante darse cuenta de que este es todavía hoy un lugar común entre esa nueva sensibilidad reaccionaria global criada al calor de influencers, tertulianos y columnistas que hacen caja agitando el espantajo de la izquierda santurrona y censora (“antes éramos más libres”, etc.) contribuyendo voluntaria o involuntariamente al rédito político de la derecha.
Quienes hayan seguido mínimamente esta actualidad, decía, se sorprenderán ahora de la crítica comparativamente silenciosa (por no decir completamente muda) que esos grandes campeones de la libertad de expresión dedican a la represión que sufren hoy manifestantes, periodistas e intelectuales en solidaridad con el pueblo palestino. ¿Si tan importante era defender la libertad de expresión contra la nueva cultura de la cancelación y sus cómplices, qué hay de la crítica a este “viejo” fenómeno de censura estatal y coerción policial reavivados por el belicismo?
Lo que ayer parecían sofisticadísimos análisis que diseccionaban cualquier amenaza a la libertad intelectual —sobre cómo todo afán de transformación social corre el riesgo de cruzar la delgada línea de la censura y volverse intolerante— hoy se muestran como lo que siempre fueron: remilgos elitistas que acaparan para sí la discusión sobre qué son y cómo deben garantizarse los derechos fundamentales de expresión y pensamiento. Todavía estamos esperando una nueva carta firmada por intelectuales “a favor del debate libre y abierto” que condene la actual violencia policial o administrativa en las universidades, o que repruebe la suspensión de catedráticas en EE.UU. (o en Israel) por sostener posiciones críticas con los ataques a la población civil en Gaza. De momento algunos de aquellos valedores de la libertad intelectual, como el psicólogo de Harvard Steven Pinker, nos han dado justo lo contrario: una llamada a la represión de los estudiantes acampados.
¿Antisemitismo o economía política?
Las protestas en solidaridad con Palestina también han reavivado la vieja acusación de que toda crítica a Israel (¡incluso a sus bombardeos de población civil!) constituye o favorece el antisemitismo. Si, en efecto, las protestas y las acampadas en las universidades crearan un clima peligroso para las personas judías, entonces sí que habría buenas razones para prohibirlas. No obstante, la cosa es que las protestas (obviamente) han contado con la participación de estudiantes judíos (también aquí), igual que tantas otras iniciativas que cuentan con el apoyo de Jewish Voice for Peace (por mencionar solo un ejemplo).
En este contexto, si hay algo que corre el riesgo de ser antisemita es justamente el asumir que cualquier persona judía es también sionista o partidaria de las acciones militares de Israel contra la población civil en Gaza (“antisemita” en el sentido estricto de reducir prejuiciosamente toda diversidad humana e ideológica de las personas judías debido a su cultura o antepasados). Por otro lado, la acusación es hoy tan o más ridícula, ahora que grupos ultraderechistas y supremacistas blancos —estos sí, con denominación de origen antisemita certificada— se han sumado a la represión violenta de las protestas propalestinas en ciudades de todo el mundo, mientras sus representantes institucionales hacen explícito su apoyo a Israel durante la matanza en Gaza (apoyo que Netanyahu y sus ministros reciben con los brazos abiertos desde hace años). Es el antisemitismo histórico real de la extrema derecha el que queda blanqueado con su apoyo a Israel.
El artículo completo que firma David Guerrero puede leerse aquí.
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