A las Madres de
Plaza de Mayo.
A la rectora de la UPMPM , Inés Vázquez.
A nuestros
alumnos y ex alumnos.
A todos los
compañeros:
Ha ocurrido algo
que, para nosotros, docentes de la Universidad Popular
Madres de Plaza de Mayo, marca un límite: la bienvenida a un general imputado
como genocida -César Milani- a un ámbito que debió permanecer
intocado: el de las Madres, el de los desaparecidos, el de una universidad que
nació como “de lucha y resistencia”.
Aún nos
parece increíble que algo así haya pasado. Durante 14 años, desde nuestra
cátedra “Modernidad y Genocidio”, hemos sido parte de un proyecto que nació,
más que como una institución de enseñanza, como una usina de pensamiento
crítico y de acción militante, como un espacio de formación de cuadros
revolucionarios, un lugar único desde el mismo emblema que lo sostenía: “Amor
al saber y ganas de transformar el mundo”.
Muchos
compañeros realmente valiosos, insustituibles, pasaron por las aulas de la UPMPM. Nunca se pudo
reponer lo que ellos aportaban. El momento de inflexión empezó con la llegada
del gobierno kirchnerista. Al principio de esa deriva, quisimos creer que
aunque las Madres lo apoyaran, la Universidad podría seguir conservando su
independencia. Pensamos, sin imaginar hasta qué punto nos estábamos
equivocando, que si no se tocaba un programa como el de nuestra materia
–“Modernidad y genocidio”- elaborado desde una perspectiva marxista, quizá
podríamos mantener un núcleo de resistencia, desde el cual ir recomponiendo la
vieja Universidad, tal como era, tal como la soñamos con quienes ya no estaban,
pero que habían hecho posible que esa Universidad existiera.
No fue así. Año
tras año, la Universidad
fue perdiendo su antigua sustancia, aquello que la sostenía y le otorgaba
sentido. Debemos reconocer, nobleza obliga, que jamás fuimos censurados por las
Madres ni por ninguna autoridad de la institución. Todo lo contrario.
Esa libertad de
pensamiento, de cátedra, de contenidos, que en ningún otro lugar hubieran sido
aceptados, fomentaba nuestra esperanza, un poco ingenua, de recuperar lo
perdido, aquello que surgió, entre la medianía, como un viento libertario, como
un espacio abierto a todos: a los piqueteros, a los movimientos sociales, a los
luchadores sindicales y barriales, a todos aquellos para quienes el saber
“académico” está habitualmente negado.
La quimera
terminó. O los restos que quedaban, para decirlo mejor. La cara del Che, aunque
siga en las fotos que cuelgan de las paredes, ya no ilumina. Ha sido
reemplazada por el rostro oscuro de un represor, cuya actuación
criminal durante la dictadura fue denunciada por las propias víctimas, mientras
que el CELS y otros organismos de derechos humanos, acumulan prueba sobre
prueba. Hay todavía más: en la entrevista de diez páginas que le concede la
revista de las Madres, “Ni un paso atrás”, el general acusado de torturador
anuncia que se propone “hacer algo con la Universidad de las
Madres. Algún seminario o algún curso”. ¿Quiénes serán sus alumnos?, habría que
preguntar. Es difícil imaginarlo.
Casi como una
premonición de lo que se venía, nuestra última clase de este año fue dedicada
–no como homenaje, sino como un abrazo profundo- a los luchadores de los años 70, a esos miles de
compañeros secuestrados, torturados y asesinados por la dictadura militar, de
la cual este general ,hoy “blanqueado”, formó parte.
Hasta acá
llegamos. Nosotros no podemos seguir. Por respeto a la lucha heroica y
solitaria de las Madres en los años más sombríos de la historia. Pero, sobre
todo, por solidaridad con quienes no volvieron, nuestros compañeros, en cuyo
nombre hoy hablan aquellos que están en pugna con su propio pasado. Los
desaparecidos no están para defenderse. Cualquiera puede, entonces,
manipularlos a su antojo, adjudicándoles proyectos a la
medida de las miserias del presente. O de sus propias miserias.
Nadie entrega su
vida para que persevere la desgracia de un sistema despiadado. No era eso lo
que querían los militantes de los 70, no esta Argentina que se va convirtiendo
en una gigantesca villa miseria, donde centenares de miles revuelven la basura
y, si se animan a protestar, ya hay una ley antiterrorista preparada para
ellos. Lo vimos en 2012, cuando decenas de trabajadores
que cortaron una ruta por reclamos salariales, fueron llevados, con
sus mujeres y sus hijos, a Campo de Mayo, uno de los mayores campos de
concentración y exterminio que funcionó en la dictadura. Un escarmiento
siniestro en un país donde hubo un genocidio. Pero también una señal de
advertencia destinada a frenar futuras rebeliones. El operativo fue ordenado
por un cuadro del Ejército, designado por el actual gobierno para “cuidar” la
seguridad interior. ¿Cuidarla de qué?
Argentina,
finales de 2013. El desierto crece. La obscenidad está avanzando. Los sueños
han sido triturados, los cuerpos rotos y arrojados al mar. Ellos, nuestros
hermanos asesinados, no tuvieron el derecho de morir su propia muerte. Irnos de
un lugar donde ya no tienen lugar es una forma de no dejarlos solos. A ellos,
que querían cambiar la vida, el mundo, la relación con los otros. A esos
muertos, tan entrañables, que no terminan de morir y a quienes no terminan de
matar.
Raquel Ángel y Alberto Guilis
6 de diciembre
de 2013
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