Ahora que es a él a quien le toca organizar para la
escuela el acto de este 25 de mayo, se acuerda riendo, mientras viaja en el
colectivo rumbo a la escuela, de otro, hace mucho, uno que le tocó protagonizar
cuando recién alcanzaba los nueve años.
Sucedió que la maestra que le había tocado en suerte
estaba decidida a lucirse, de modo que se le ocurrió encarnar en aquel diminuto
escenario a toda la Primera Junta y los también los sucesos previos a aquella
gran jornada, y con visos de verdadero realismo.
A él lo seleccionaron para hacer de Domingo French, y
otro pibe, que se sentaba atrás y con el cual jamás había cruzado palabra,
debía encarnar a don Antonio Beruti. O a lo mejor fue al revés, porque French y
Beruti, o Beruti y French, los dos siempre han estado soldados en esa especie
de palabra compuesta cuyas porciones son inescindibles.
Les pintaron las patillas con corcho quemado y las
madres con sus hábiles tijeras y agujas se las ingeniaron para convertir unos
sacos viejos y en desuso en prendas típicas de prócer colonial. Pero el detalle
que todo lo empujó hacia el abismo fue ese afán de verdad histórica en que la
docente a cargo se empecinó.
De modo que en lugar de andar distribuyendo
escarapelas grandes y redondas compradas en el quiosco de la esquina, estos
French y Beruti debían -como "realmente ocurrió"- entrar a escena con
una canastita llena de cintas celestes y blancas, plegarlas y prenderlas con un
alfiler al pecho de quienes gritaban que el pueblo quería saber de qué se
trataba...
La misión fue engorrosa, traumática, frustrante y
finalmente imposible. De modo que los diminutos clones de Beruti y French
después de fallar un par de veces y pincharse los dedos, optaron por entregar
las escarapelas originales en mano y escaparse del fragor de las luces, los
comentarios y las risotadas de los padres y demás alumnos, que por cortesía
sólo sofocaron las burlas un par de minutos.
Mientras se lanzaban corriendo escaleras abajo, French
-o sea él-, o quizás Beruti, alcanzó a escuchar que su compañero, que corría
detrás de él casi pisándole los talones, susurraba como una plegaria laica:
"¡Que viva la patria!".
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