En Baltimore no hay clases. Los chicos sentados
en el umbral de sus casas o asomándose a las esquinas ven a una cantidad infinita de uniformados que
desfilan con sus cascos, escudos y armas. Hay otros muchos que no llevan
uniforme, pero son extraños a los barrios, y los más grandes les han enseñados desde siempre que de esos hay que cuidarse doblemente, son el
doble de peligrosos.
Los nenes y las nenas que deberían estar aprendiendo a sumar y restar, esta mañana de abril en lugar de en las pizarras o los
cuadernos fijan los ojos en los rostros de los policías y soldados; los inquieta particularmente que
muchos de ellos, quizás la mayoría, sean negros. Hay algo allí, latente en el color de la piel, que no acaban
de entender de lo todo.
La tienda de electrodomésticos de enfrente tiene la vidriera grande
rajada. No obstante permanece abierta; su dueño cada tanto se asoma, como quien está preparado para en cualquier momento bajar la
persiana. En la mitad de los televisores se puede ver la cara de Barack Obama.
Repite serio su discurso de anoche, cuando acentuó que “estos no
son manifestantes, sino delincuentes”, refiriéndose a los saqueos y enfrentamientos. A
continuación vuelven con la aleccionadora escena de la
madre que va a buscar y saca a los sopapos a su hijo en medio de los disturbios
generalizados.
Los chicos miran los televisores, ¿qué otra cosa podrían hacer si hoy no tienen clases y las calles están ocupadas por las fuerzas antimotines armadas
hasta los dientes? El parpadeo de las pantallas mucho no les dice. Hace unos días que la maestra sigue insistiendo en clase,
acerca de los discursos de los funcionarios y las grandes cadenas informativas:
“Éstos no entienden nada”.
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