Lo
tiene todo bien diagramado porque en ésta, la última clase, no
queda verdaderamente un minuto que perder. De modo que desecha a los
que ya ostentan los laureles sobre las sienes y a los que se
calcinaron en el horno, para dedicarse a los estudiantes que están
haciendo equilibrio en el límite de llevarse -o no- parte o toda la
materia.
Son
dos o tres preguntas para cada uno, y después mira en la libreta
algunas marcas con cruces o rayas de la clase anterior, agrega las
notas parciales ya entregadas, bate, promedia y decide. Lee a
continuación exclusivamente los apellidos de aquellos que tienen que
presentarse en siete días a las clases de consulta para recuperar en
siete días más uno o más contenidos correspondientes a uno o más
trimestres en cada caso.
Unos
sonríen, otros ponen cara larga, pero la verdad es que no hay
demasiada sorpresa, todos más o menos ya conocían sus respectivos
destinos.
Ahora
es tiempo de llenar las planillas. Escribe apellido y nombre, la
división, la fecha y después marca con una cruz aquellos temas que
serán evaluados a partir de la segunda semana de diciembre. Los
convoca al escritorio de a uno; el papel verde le queda al estudiante
y lleva la firma del profesor, el papel blanco lo conserva el docente
y debe ser firmado por el joven notificado. Mientras completa el
trámite, un alumno le dice: “Parece el cajero de un banco”, y él
siente que realmente es así. Se imagina en ese instante con un sello
gigante y burocrático en su mano, antes que tratando de desenvolver
algún tipo de conocimiento.
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