Alza
el cuerpo de la silla, toma la tiza y va a corregir en el pizarrón algunos errores en la exposición que ya casi termina, justo cuando se abre la puerta y entra el preceptor con las
planillas impresas en la mano. De pronto se acuerda de que sobre el
fin de este semana indefectiblemente tiene que entregar las notas de
mitad de trimestre. Son calificaciones “orientadoras”, así las
llaman, pero no por eso evitan cumplir los mismos requerimientos
institucionales de las otras notas, las que finalmente quedarán
depositadas en el boletín de calificaciones.
Hace
la cuenta mentalmente: cuatro cursos a un promedio de veinticinco
cada uno da exactas cien notas, que quisiera no dejar en manos del
azar o de una lapicera excesivamente generosa. En fin, se verá. Lo
que se guarda para sí es que ya está decidida a hacerle la tonta, y
recurrir al viejo truco de su mala memoria para cancelar su deuda
burocrática el lunes.
El
auxiliar docente entra corriendo, deja los papeles sobre su pupitre,
y corriendo sale entre la risa general mientras alza la mano como
quien dice chau. Por lo menos, piensa resignada, tiene la cortesía
de no insistir en lo que ya le ha repetido unas cuantas veces: que el
viernes es el último día y que ella es una de las pocas que no le
entregó. De golpe siente lo mismo que cuando su marido quedó sin
laburo y se les acumularon impagas las cuotas del termotanque.
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