Salió
corriendo del aula del CBC de Ramos Mejía porque quiere llegar temprano a su
casa, hacer las compras y preparar la cena. Sucede que su mujer últimamente
trabaja mucho y no quiere cargarla hoy también con esas tareas. Sabe bien que
si ella llega primero seguro se va a arremangar y poner manos a la obra, así
que más vale meterle pata.
Corre,
pues, hasta el colectivo que arranca, alcanza a engancharse del pasamanos y
reza de inmediato “3,25” mientras el chofer lo mira de mala manera, como
diciendo “bien podrías haber esperado el otro y no colgarte así de éste. A ver
si te vas abajo de la rueda y me metés en un quilombo…”. Pero, bueno, ya está.
Dan
la vuelta al parque, agarran por Campinchuelo y después de un par de vueltas el
65 se detiene para que baje un par de pasajeros mientras él observa la pintada
que llama captura atención. Lee: “Dios es puta” y le parece que el grafiti esta
vez tiene su encanto. Si hubieran estampado “Dios es puto” hubiera atribuido la
frase a un par de pseudo punquitos que buscan escandalizar a su propia
imaginación, a ningún otro. Pero dice “Dios es puta” y el femenino le da otro
espesor al mensaje, la denuncia en cuestión se vuelve más interesante.
Pero
de pronto se da cuenta de que la definición no termina allí, si no que sigue
más abajo, después de un salto en la pared y otras marcas confusas. Ahora, la
frase completa sostiene: “Dios es puta propaganda”. La dimensión ideológica ha
trasmutado hacia la evaluación sociológica.
Justo
cuando comienza a preguntarse si no habrá leído mal, si no se trata de “pura”
en vez de “puta”, que completaría el eslogan humorístico “Dios es pura
propaganda”, justo entonces el colectivo sigue viaje y arrastra sus ojos y
reflexiones hacia cualquier otro lado.
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