Señala
con su índice enojado al estudiante para exigirle que apague y guarde el
celular de inmediato. Los mensajes los podés leer o mandar en el recreo, le
dice recordándole lo que unas cuantas veces discutieron y acordaron. Incluso
pregunta irónico si vieron el video que anda dando vueltas de la maestra china
que se pudre del molesto celular de un alumno y revienta el artefacto contra el
piso y le baila un malambo encima.
De
pronto una voz se alza desde el fondo y sostiene que no entiende bien por qué
tanto resquemor frente a los celulares, los correos electrónicos, los twits… Dice
que está cansado del remanido argumento de que las nuevas tecnologías, los
signitos, los ruidos y las palabras compactadas afectaban la práctica de la
escritura. ¿Acaso los más grandes artistas no fueron particularmente sagaces e
ingeniosos para apoderarse de las nuevas formas de la comunicación de sus
respectivas épocas? ¿Acaso deberíamos haberle prohibido a Oliverio Girondo
machacar varias palabras en una o sugerirle a Jimi Hendrix que la cortara con
eso de ensamblar ruidos eléctricos tan difíciles de seguir?
Lo
peor y sabia es la conclusión. El muchacho asegura que, en el fondo, los problemas
se suscitan porque en los colegios están pensando en capacitar gente para
rellenar planillas y escribir cartas comerciales. Ése sería el horizonte que se
esconde debajo de la pomposa cláusula “objetivos de lecto-escritura”.
¿Puede
una conversación distendida ser a la vez interesante y peligrosa? Claro que sí,
piensa el docente, y ésta sin duda lo es. Así que más vale hacerse cargo.
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