Lo primero que se le
ocurrió pensar es que se volvía al pueblo de una. Es cierto que allá trabajo no
hay, en realidad ni siquiera hay mucho para hacer y menos para entretenerse,
pero al menos una pieza y un plato de guiso nunca le van a faltar.
Sus tíos siempre se
portaron bien con él y ni siquiera levantaron un pero o fruncieron la nariz
cuando les dijo que quería ir a estudiar a La Plata. En la mesa del almuerzo de
un domingo explicó sus planes:
conseguirse un trabajo de medio tiempo al menos para las vacaciones,
presentarse a una beca y con eso más algún ahorro redondear para el alquiler de una
piecita en algún pensionado estudiantil; el almuerzo y algo para media tarde en
el comedor estudiantil de precios bajos, y listo. En vez de libro se pueden
comprar las fotocopias en el centro de estudiantes, y también está la
biblioteca...
Hubo alguna lágrima, lo
abrazaron antes de que se subiera al micro y le desearon suerte. En algunas materias resbaló, aunque
de conjunto no se puede quejar. Está claro que jamás especuló con que se
recibiría en cuatro años.
Ni bien se enteró de
que el año que viene ya no va a tener la beca el equilibrio inestable de su
espíritu reventó en onomatopeya. Chau, no va más, me rajo, se dijo, y cuando se
lo comentó entristecido a sus socios de pieza, un compañero le respondió con enojo
que no fuera boludo, que no es un capítulo cerrado, que uno no lee la mala
noticia en el diario y al toque baja los brazos; la vida no es así, hay que pelearla.
El otro, más cínico,
terminó de convencerlo con un
martillazo: Ni siquiera lo
pensaste bien. Si esa beca de mierda te da menos que lo que yo saco repartiendo
volantes…
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