Existen conceptos -quizás la
calificación sea excesiva-, palabras que
pertenecen a esa especie de la abstracción difícil de capturar con una definición
o significado preciso. Por esa razón la búsqueda de su sentido (su uso) se
dispara en las direcciones más diversas; destinos que, por lo general, ni bien
se los analiza un instante, posibilitan descubrir la hilacha del universo ideológico
o político del que se nutren. Así ocurre con solidaridad.
Es claro que muchos de nosotros
escuchamos la alocución por primera vez en esas convocatorias que la radio y la
televisión cada tanto reproducen cuando, por ejemplo, se necesitan dadores de
sangre para alguien que está a punto de ser “intervenido quirúrgicamente”. De
seguro fueron los padres, algún hermano mayor o la maestra quien explicó en
aquella ocasión y frente a nuestra curiosidad instantánea qué quería decir “llamado
a la solidaridad”.
Quizás también nos topamos con el
vocablo en alguna de las paredes de una iglesia, en cierto afiche que convocaba
a donar ropa para el Día del Niño o la Navidad, o buscaba acercar gente a la
campaña nacional de Cáritas. O sobre el papel en que imprimen sus rifas los
bomberos voluntarios de la zona.
No hace mucho a alguien que
cinchaba por entrar en el colectivo, que cada vez tarda más en llegar y con
mayor carga humana, se le escuchó gritar: “Vamos, viejo, córranse, por favor; hay
que ser un poco más solidario con los
que recién salimos de laburar y queremos llegar a casa…”.
Que hay un uso más político,
puede conjeturarse, se advierte cuando en la escuela empieza el recorrido por
los grandes mojones de la historia patria. Casi con seguridad está ligado al
pueblo criollo que se levantó frente a los Invasiones Inglesas o lo perdió todo
para derrotar al ejército español en tiempos del ahora bicentenario Éxodo
Jujeño.
En fin, únicamente ecos positivos
que al parecer se afianzan desde siempre gracias a su resonancia religiosa y de
trascendencia.
Sin embargo, tiempo más tarde
aprendimos algo que volvemos a ratificar estos días a partir de que la toma de
los colegios porteños se desató como una tempestad que no cesa. Sucede que hace
unas dos semanas que se pueda escuchar a funcionarios locales y nacionales y a
decenas de analistas, comentadores y periodistas insistir en que, en realidad,
los colegios técnicos que están ocupados por sus alumnos son dos o tres, y que
el resto fue decidido por otros estudiantes secundarios “en solidaridad” con
los directamente involucrados.
Como ocurre con la monserga que
se repite mecánicamente cuando son los estudiantes universitarios quienes cortan
una calle céntrica en apoyo a los despedidos en una fábrica o las
organizaciones piqueteras se arriman a las bocas del subterráneo o las estaciones
del ferrocarril para apuntalar la pelea que llevan adelante los trabajadores
del riel, la solidaridad adquiere entonces,
de golpe y porrazo, una tonalidad oscura, pecaminosa. Vendría a querer decir
algo así como: “meterse en lo que no corresponde”
La conclusión obligada, por
supuesto, es que uno no se mete en lo que no le corresponde porque sí, sino
porque, aunque lo oculte, en el fondo persigue alguna finalidad u objetivo. Ya
sea consciente (aprovecharse políticamente, la persecución de una meta
destituyente, un afán desestabilizador) o inconsciente (hacerle el juego a la
derecha, pongamos).
Es evidente que no se trata de la
única conclusión posible. Podría pensarse que, después de establecer un cálculo
de los tiempos por venir, la guía práctica que empuja la acción solidaria es la
del refrán “Hoy por ti, mañana por mí”. Aunque también, por qué no, cabe la interpretación más noble, aquella que
no inspira ningún agitador socialista sino el ilustre Immanuel Kant, y dice que
las acciones mejores desde el punto de vista moral son aquellas que se llevan
adelante alejadas de cualquier interés propio. El impulso social más puro y
profundo.
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