Ciudad de tonos lejanos es el nombre del disco que, como debut solista, Carlos Cutaia grabó en 1982 y fue reeditado con posterioridad. Aunque de formación académica, Cutaia se dio a conocer por su trabajo en los teclados junto a diversas grupos musicales criollos, algunos más únder, efímeros y que no dejaron rastro, como El huevo, y otros más populares y célebres, como Pescado rabioso y La máquina de hacer pájaros del Charly García “de la dictadura”.
Ciudad de tonos lejanos son nueve canciones más o menos breves (el total no suma los cuarenta minutos), compuestas y arregladas por el propio Cutaia e interpretadas por él mismo casi en exclusividad, gracias a sus múltiples teclados, con la pequeña ayuda de su amigo Oscar Moro en batería.
Lo recordábamos como un ejercicio de jazz fusión más o menos interesante alguna vez escuchado en un casete pastoso, así que volvimos la oreja sobre él y quedó demostrado una vez más hasta qué punto la memoria suele jugar malas pasadas. Porque aquel que, en esos años que siguieron a la guerra de Malvinas y la llegada de la “institucionalización democrática”, era considerado por sus los seguidores más despiertos del rock argentino como una especie de Jan Hammer rioplatense, mago de los teclados y la innovación sonora, casi corrió igual suerte que el miembro de la Mahavishnu Orchestra y su música termina siendo recordada como cortina “de época” de programas de radio y noticieros televisivos.
Haber llegado hasta “Paisaje circular”, el penúltimo, fue demasiado. Esta vez ni siquiera, en las “Gymnopédies L”, ayuda en el cierre la buena estrella de Erick Satie, y para colmo la percusión del bueno de Moro ni se nota. Y por más que los recuerdos de juventud porfíen uno no puede andar echándole la culpa a los sintetizadores y las baterías electrónicas, ¿no?
Encima se cumplió el pálpito, y nos convertimos en testigos de que Orquesta, del 85, es mucho peor: más en el formato “canción pop electrónica” hace mal lo que Daniel Melero, entre otros, supo hacer con decencia y real simpatía.
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