Antes, las amonestaciones
se informaban mediante el famoso “parte” que zumbaba rumbo a la
notificación y firma de los progenitores en el momento mismo de
acaecido el descalabro. Por lo común eran cinco o diez y, aunque
nunca supo dónde, está seguro de que su vieja en algún lado
anotaba cuántas llevaba acumuladas, porque dos por tres medio
amargada le decía: “mirá que ya tenés quince...”, como si
fuera el ángel de la guarda que se esforzaba por separarlo del
abismo malsano que llegaba con las veinticinco. Otro tanto hacía con
las faltas.
Cuando le tocaban, sabía
de memoria que iba a haber bronca en la casa, de modo que ni bien el
preceptor le entregaba el papelito parecido a una factura comercial,
lo mandaba al hermano menor para que llegara primero con la mala
nueva. Él daba una vuelta y se arrimaba unos veinte minutos más
tarde, cuando calculaba que el herbor había bajado. Comía,
entonces, con la cabeza agachada, como si sufriera o consumara algún
tipo de ejercicio religioso de expiación, sin decir palabra. Después
su mamá repetía la operación ablandando al padre y él repetía el ritual a la hora de la cena.
Dos días más tarde ya
nadie se acordaba, y por fortuna nunca le tocó cantar las
veinticinco, como quien se saca la lotería de la desgracia.
Siempre pensó que en
aquel tiempo de su infancia el castigo era mayor y más justo, y que
sus hijos tienen una suerte descomunal de ir al colegio en esta
época; pero ya no está tan seguro. Ahora la norma es la
convocatoria urgente de los adultos cuando las metidas de pata se
multiplican o dejan una huella demasiado grande.
Mientras espera por la
directora sentado en el banco de madera oscura, concluye que aquel
trámite disciplinario del papelito era mucho más rápido, indoloro
y expeditivo.
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