El/la docente deberá proporcionar una copia del texto al estudiante y solicitarle que lo lea en voz alta. Asimismo, el/la docente deberá contar con un cronómetro (reloj del celular o reloj de arena) y la copia de registro de la lectura (proporcionada en el material de evaluación). El conteo debe iniciarse cuando el/la estudiante comience a leer el texto. Mientras el/la estudiante lee, es importante marcar los errores que comete en el texto de registro (no se trata de corregir a los/as niños/as sino solo de registrar en la hoja el error). Una vez que haya transcurrido un minuto, debe señalarse en la hoja de registro el punto al que llegó el/la estudiante. (Fluidez y comprensión lectora, Documento oficial del Ministerio de Educación de la Ciudad Autónma de Buenos Aires, página 25)
El debate sobre cómo se enseña y cómo se aprende a leer y escribir debe ser un debate público. El acceso a los bienes culturales y particularmente a la posibilidad de que las masas accedan a la lectura y escritura de textos, es un derecho social elemental por el cual debemos luchar. No es un asunto de “especialistas”. Por eso, ponemos a disposición estas reflexiones como parte de un debate colectivo que está llevando a cabo Ademys y se encuentra abierto a otros aportes.
Un experimento ética y pedagógicamente cuestionable
En las aulas de tercer grado de las escuelas de nivel primario de la Ciudad de Buenos Aires se está llevando a cabo un experimento relativamente inusual: un aplicacionismo vulgar de las neurociencias en el ámbito educativo, utilizando a las/os maestras/os de grado como aplicadores forzados y a las/os alumnas/os como objeto de experimentación. La idea de convertir a las aulas en una suerte de laboratorio a cielo abierto suele tentar a muchos neurocientistas. La novedad es el grado de penetración de estas concepciones al interior del Ministerio de Educación porteño.
El supuesto es que existirían “evidencias” producto de investigaciones científicas que justificarían estas líneas pedagógicas para mejorar la enseñanza. ¿Qué implica guiarse por las “evidencias” o los resultados de investigaciones para tomar decisiones de política educativa o curricular? ¿A qué “evidencias” e investigaciones se remiten? En los últimos años han disminuido las investigaciones sistemáticas en las aulas y están siendo reemplazadas por el análisis cuantitativo de las evaluaciones estandarizadas, por un lado, y las llamadas neurociencias, por el otro, que traen “paquetes educativos” como soluciones mágicas, a ser aplicados por el cuerpo docente a quien se le quita la autonomía intelectual de su trabajo. Pero el ámbito de estudio académico de las neurociencias (que no pretendemos cuestionar en su especificidad) desconoce lo específico del campo educativo, no estudia y no le interesa estudiar lo que realmente sucede en una escuela y en un aula.
Las neurociencias aplicadas al ámbito educativo en Argentina (particularmente en la Ciudad de Buenos Aires) tienden a ser una respuesta conservadora y reaccionaria ante la crisis del sistema educativo que, en lo que respecta a la alfabetización, el enfoque de las Prácticas del Lenguaje (constructivismo) no ha logrado revertir, justamente porque la profundidad y el origen de esa crisis (cuyo análisis excede el objetivo de este escrito) no depende de la aplicación de una determinada metodología de enseñanza, sino del lugar que ocupa la educación de las masas bajo el régimen social capitalista. Cabe considerar que el enfoque de las Prácticas del Lenguaje en particular, y el currículum por competencias en general (cuyos contenidos de enseñanza se basan en los quehaceres del lector y escritor, del hablante y oyente, con el objetivo de formar lectores y escritores, oyentes y hablantes “competentes”) fueron presentados hace décadas como una innovación que vendría a solucionar los problemas educativos para todos los sectores sociales por igual.
Esta “nueva” innovación, de base neurocientista y método conductista, atrasa un siglo.
¿El cerebro va a la escuela?
Una investigación real en el ámbito educativo requiere de la consideración de que el trabajo con el conocimiento en un aula está determinado por múltiples factores. Lo que subyace en la concepción neurocientista aplicada a la educación es que quien aprende es el cerebro. En su versión más vulgar, suele utilizarse la metáfora, pero en un sentido literal: “el cerebro va a la escuela”, “el cerebro aprende”. En lugar de considerar que quien aprende y va a la escuela es el sujeto, en un ámbito social específico, que es confrontado con determinados objetos de conocimiento y en interacción con otros sujetos, para el aplicacionismo neurocientista, aprender (incluso leer) es un determinado procesamiento de la información que debe ser entrenado para automatizar los procesos y ganar “fluidez”.
Sin duda, la base orgánica, biológica, cerebral y perceptiva en general, posibilita las interacciones y los aprendizajes, pero no es la única condición necesaria. Se trata de un reduccionismo falaz, donde un elemento de un sistema complejo y en relación con múltiples elementos, es tomado como el único que importa. Sucede que en la versión superficial del aplicacionismo neurocientista el mundo se reduce a la materialidad biológica, dejando fuera de su concepción a los sujetos, los signos, la construcción de sentidos, lo simbólico; en una palabra, deja afuera lo específicamente sociocultural, reduciendo las interacciones a una práctica repetitiva asimilable a un entrenamiento.
¿Leer es sólo decodificar y procesar información?
El documento “teórico” en el que se justifican las líneas pedagógicas del programa de “Fluidez y comprensión lectora” está en abierta contradicción con el enfoque de la enseñanza de la lectura y la escritura sustentada en el Diseño Curricular para el Nivel Primario de la misma jurisdicción. De manera tal que, en una escuela donde se llevan a cabo las acciones y decisiones didácticas en base a los lineamientos curriculares oficiales, que son desarrollados por los materiales que llegan a las escuelas y los lineamientos en las capacitaciones de Formación Situada, las aulas de tercer grado se convertirán en una extraña “isla” de características conductistas.
Más: las/os maestras/os de tercer grado deberán continuar con los lineamientos oficiales para Prácticas del Lenguaje y el resto de las áreas bajo un enfoque de inspiración constructivista, pero debiendo “desdoblarse” para destinar una cantidad de horas a “capacitarse” y aplicar un dispositivo de inspiración neurocientista.
Consideramos que esto debe ponerse en cuestión en las escuelas y reivindicar la necesaria autonomía intelectual y de toma de decisiones por parte del cuerpo docente en lo que respecta a su trabajo en las aulas.
Quizá sea en la definición de qué es leer y en el proceso de evaluación del programa analizado en donde más en evidencia queda su carácter de dispositivo de intervención curricular ajeno a las concepciones y prácticas educativas del cotidiano escolar. Más allá de un cierto intento de aggionarmiento, es inocultable que para las autoras de este documento leer es decodificar, y cuanto más rápido y automatizado se encuentre ese proceso, más comprensiva será la lectura. No importan las interacciones, la construcción de sentido, el contexto social, los objetivos de lectura y el tipo de texto.
Desde el enfoque de las Prácticas del Lenguaje que sustenta el Diseño Curricular de la Ciudad de Buenos Aires, leer implica diversas y complejas cuestiones: construir sentido, interpretar, inferir, relacionar, imaginar, recordar, implica a la propia subjetividad del lector. Es una práctica social, en tanto que accedemos a los textos que circulan socialmente, leemos con determinados propósitos que condicionan el tipo de lectura y somos influenciados por otras lecturas que se han realizado sobre los textos que volvemos a leer. Cada lector es único, pero en cada acto de lectura el lector no está solo con el texto: el lector forma parte de una comunidad de lectores que la humanidad inició hace más de cinco mil años.
En esta concepción, leer también es una actividad lingüística y cognitiva compleja, y por supuesto que interviene y la posibilita la actividad cerebral, pero no se reduce a ello. Por supuesto que cuanto más leamos, posiblemente seamos mejores lectores, pero la práctica de la lectura no puede reducirse a un mero entrenamiento, cronómetro en mano. Trazar como objetivo que las/os alumnas/os lean fluida y comprensivamente, no está en cuestión. Tampoco que se destine un tiempo considerable de enseñanza a la lectura en sus diferentes formas, pero siempre partiendo de la construcción de sentido y no como un entrenamiento.
El contexto social es altamente condicionante
Quizá sea conveniente tener presente que el cerebro humano no está diseñado “genéticamente” para leer. El cerebro propiamente dicho no tiene una parte específica destinada a que podamos leer. Al revés: fue la acción del medio, de la sociedad, de las acciones que los seres humanos desarrollaron a largo de la historia desde hace más de cinco mil años al emprender esa extraordinaria ampliación del mundo simbólico que posibilitó la invención de la escritura, que hicieron que se activara la condición necesaria de la neuroplasticidad cerebral, posibilitando que las neuronas cuya función original es percibir y descifrar caras y objetos aprendieran a interpretar letras y palabras, y con el tiempo automatizaran esas acciones, que constituye la base de la lectura.
Resulta evidente que el desarrollo de la prensa de Joannes Guttemberg provocó una revolución de la lectura que abrió nuevos horizontes a nivel social. La masificación de la palabra escrita y la expansión de la escolarización, particularmente a partir del siglo XIX, desarrolló al mismo tiempo una masificación del acto de leer y escribir y una revolución en las formas de leer y escribir. Así como la masificación de medios electrónicos abre nuevas formas masivas de circulación de textos y formas de leer y escribir.
Tampoco se puede soslayar la situación de la niñez y adolescencia, hoy en nuestro país, dado que cerca de dos tercios de niñas/os y adolescentes son pobres, tomando la pobreza en todos sus factores (económicos y de acceso a bienes culturales, sociales, ambientales, de vivienda, etc.). Esto tiene un impacto en las posibilidades de aprendizaje, algo que ninguna evaluación ni medición cuantitativa o cualitativa puede disimular. El Estado es responsable de esta dramática situación y las políticas llevadas adelante tienden a reforzar el impacto negativo que provocan las desigualdades sociales, por ejemplo, la suspensión en 2015 por parte del gobierno de la Ciudad del plan “Leer para crecer”, que entregaba hasta tres ejemplares por niña/o por año de literatura de calidad.
En el dispositivo de “Fluidez y comprensión lectora” de inspiración conductista basada en las investigaciones de Ana María Borzone y Vanesa De Mier, la lectura como práctica social y sus múltiples contextos, queda afuera. Es más, convierte al lector en una suerte de “actor” del texto, en donde ya no es la acción del ojo sobre las letras (versión restringida de la lectura como procesamiento de la información) sino de todo el aparato fonador, ya que lo importante es la cantidad de palabras que lee, que no cometa errores en la pronunciación de cada palabra y que lea prosódicamente (entonación respecto a los signos de puntuación, exclamación, interrogación, etc.). Todo medido en planillas a la manera de test individuales.
Es cierto que también se “evalúa” la “compresión”, pero a la manera de input-output, estímulo-respuesta, de inspiración conductista. A través de preguntas de respuestas únicas, se somete a las/os niñas/os a un cuestionario de diez preguntas de “comprensión”.
¿Es posible pensar en un intercambio respetuoso y colaborativo entre las neurociencias y el ámbito educativo?
El problema no radica en las neurociencias como ámbito de estudio académico, sino de su utilización político-educativa. No promovemos desde estas líneas una acción de “cancelación” de las neurociencias, sino de alertar sobre un aplicacionismo superficial, caprichoso y manipulador. Uno de los “gurúes” citados en el documento “Fluidez y comprensión lectora” es el neurocientífico cognitivo francés, Stanislas Dehaene. Por citar sólo un ejemplo de sus investigaciones, es sabido que ha detectado la importancia del sueño para el funcionamiento cerebral general, particularmente lo relacionado con las disposiciones para la atención y la comprensión. El funcionamiento cerebral de un adolescente a las 10 de la mañana es mucho mejor que a las 8, debido a la génesis neurológica de los procesos de atención. Sin embargo, eso no se tiene en cuenta para rediseñar la jornada escolar. La utilización de las neurociencias por parte del Ministerio es antojadiza.
Lo que subyace es una sospecha sobre los saberes y las prácticas docentes, en una operación de culpabilización por la crisis educativa, a esta altura inocultable, y una des responsabilización del Estado y sus agentes “intelectuales”. Claramente, asistimos a una disputa por el acceso a un determinado campo de influencia conceptual y de cargos ministeriales. Se basa para esto en una subestimación y negativización de los saberes docentes que deben ser reemplazados e iluminados por los especialistas que “bajan” del laboratorio a las aulas qué es lo que debemos hacer en nuestro propio ámbito laboral. Implica reducir el trabajo docente a un aplicacionismo de “paquetes educativos” prefabricados.
Reivindicamos el trabajo docente en su autonomía intelectual basado en la interacción con estudiantes y otros docentes, basado en sus propias experiencias, en las experiencias acumuladas por la tradición docente, en las investigaciones y su formación permanente. Para todo lo cual, es preciso rediseñar la jornada laboral docente. Docentes que debemos trabajar dos o tres cargos para llegar mal a cubrir las necesidades básicas, es muy difícil que podamos tener y desarrollar al mismo tiempo una excelencia académica que la propia tarea precisa. Dentro de ese marco, es posible pensar en un proceso colaborativo con las investigaciones cognitivas y neurocientíficas (entre otras corrientes y ámbitos de investigación) situadas en procesos reales y sin caer en aplicacionismos y reduccionismos.
Como educadores, nos debe seguir indignando que el mismo Estado (y sus agentes intelectuales) que somete a condiciones sociales intolerables a millones de niñas/os y adolescentes pretenda colocarnos en el banquillo de los acusados por uno de los efectos de sus propias políticas: las dificultades para aprender en tiempo y forma y transitar un proceso de escolarización óptimo.
[1] Gabriel Lubo es docente, miembro de la Comisión Directiva de Ademys. Trabaja en el Programa Maestro + Maestro desde hace 15 años, realiza actualmente su tesis de licenciatura en alfabetización y trabaja en el INFOD en un curso sobre la lectura en la alfabetización inicial.
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